viernes, 26 de diciembre de 2008

Las PREGUNTAS del ÁNGEL GABRIEL


-->Gabriel debe haberse rascado la cabeza ante esta situación. No era dado a cuestionar las misiones que le Dios le asignaba. El envío de fuego y la división de las aguas formaban parte de una eternidad de trabajo de este ángel. Cuando Dios enviaba, Gabriel iba.
Y cuando se corrió la voz de que Dios se convertiría en hombre, Gabriel estaba entusiasmado. Podía imaginarse el momento:
El Mesías en una carroza de fuego.
El Rey descendiendo en una nube de fuego.
Una explosión de luz de la cual surgiría el Mesías.
Eso era lo que esperaba. Lo que nunca esperó, sin embargo, es lo que recibió: un papelito con una dirección nazarena. «Dios se hará bebé», decía. «Dile a la madre que llame al niño Jesús. Y dile que no tenga temor».
Gabriel nunca era dado a cuestionar, pero esta vez sí se preguntaba.
¿Dios se hará bebé? Gabriel había visto bebés con anterioridad. Había sido líder de pelotón en la operación junco. Recordaba el aspecto del pequeño Moisés.
Eso está bien para humanos , pensó para sí. ¿Pero Dios?
Los cielos no lo pueden contener; ¿cómo podría hacerlo un cuerpo? Además, ¿has visto lo que sale de esos bebés? Realmente no le corresponde eso al Creador del universo. Los bebés deben cargarse y alimentarse, mecerse y bañarse. Imaginarse a alguna madre haciendo eructar a Dios sobre su hombro… vaya, eso sobrepasaba incluso lo que un ángel pudiese imaginar.
Y qué de su nombre… cómo era… ¿Jesús? Un nombre tan común. Hay un Jesús en cada barrio. Vaya, incluso el nombre Gabriel tiene más fuerza que Jesús. Llama al bebé Eminencia , o Majestad o Envío Celestial . Cualquier cosa menos Jesús.
Y así Gabriel se rascaba la cabeza. ¿Dónde se fueron los viejos tiempos? Los de Sodoma y Gomorra. La inundación del globo terráqueo. Espadas ardientes. Esa acción era la que le agradaba.
Pero Gabriel había recibido sus órdenes. Llévale el mensaje a María. Debe ser una muchacha especial , suponía mientras viajaba. Pero a Gabriel le esperaba una nueva sorpresa. Una mirada le bastó para saber que María no era una reina. La que sería madre de Dios no era de la realeza. Era una campesina judía que apenas había superado su acné y estaba enamorada de un muchacho llamado Pepe.
Y hablando de Pepe… ¿qué sabe este tipo? Da lo mismo que sea un tejedor en España o un zapatero en Grecia. Es un carpintero. Míralo, aserrín en su barba y un delantal para clavos atado en la cintura. ¡No me digas que Dios habrá de cenar todas las noches con él! ¡No me digas que la fuente de toda sabiduría llamará «papá» a este tipo! ¡No me digas que un obrero común será el encargado de alimentar a Dios!
¿Y si lo despiden?
¿Y si se pone fastidioso?
¿Qué pasa si decide abandonar a su familia por una bonita joven que vive en la misma calle? ¿Entonces dónde estaremos?
A duras penas podía Gabriel evitar echarse para atrás. «Esta idea que tienes sí que resulta peculiar, Dios», debe haber murmurado para sí.
¿Harán tales cavilaciones los guardianes de Dios?
¿Y nosotros? ¿Nos asombra aún la venida de Dios? ¿Nos sigue anonadando el evento? ¿La Navidad sigue causándonos el mismo mudo asombro que provocó dos mil años atrás?
Últimamente he estado formulando esa pregunta… a mí mismo. Al escribir, sólo faltan unos días para la Navidad y acaba de suceder algo que me inquieta porque el trajín de las fiestas puede estar eclipsando el propósito de las mismas.
Vi un pesebre en un centro de compras. Corrección. Apenas vi un pesebre en un centro de compras. Casi no lo vi. Estaba apurado. Visitas que llegan. Papá Noel que hace su aparición. Sermones que preparar. Cultos que planificar. Regalos que comprar.
La presión de las cosas era tan grande que casi se ignoraba la escena del pesebre de Cristo. Casi la pasé por alto. Y de no haber sido por el niño con su padre, lo habría hecho.
Pero de reojo, los vi. El pequeño niño, tres, tal vez cuatro años de edad, de pantalón vaquero con zapatillas y con la vista fija en el niño del pesebre. El padre, con gorra de béisbol y ropa de trabajo, mirando por encima del hombro del hijo, señalaba primero a José, luego a María y por último al bebé. Le relataba al pequeñito la historia.
Y qué brillo había en los ojos del niño. El asombro dibujado en su rostro. No hablaba. Sólo escuchaba. Y no me moví. Sólo observé. ¿Qué preguntas llenaban la cabeza del muchachito? ¿Habrán sido como las de Gabriel? ¿Qué cosa habrá encendido el asombro en su rostro? ¿Era la magia?
¿Y por qué será que de unos cien hijos de Dios, aproximadamente, sólo dos se detuvieron para considerar a su hijo? ¿Qué cosa es este demonio de diciembre que nos roba los ojos e inmoviliza las lenguas? ¿No es esta la temporada para hacer una pausa y plantear las preguntas de Gabriel?
La tragedia no es que no las pueda contestar, sino que estoy demasiado ocupado para formularlas.
Sólo el cielo sabe cuánto tiempo revoloteó Gabriel sobre María sin ser visto antes de respirar profundamente y comunicar la noticia. Pero lo hizo. Le dijo el nombre. Le comunicó el plan. Le dijo que no temiera. Y cuando anunció: «¡Para Dios nada es imposible!», lo dijo tanto para sí como para ella.
Pues aunque no podía responder a las preguntas, sabía quién podía hacerlo, y eso le bastaba. Y aunque no podamos obtener respuesta para todas, tomarse el tiempo necesario para formular algunas sería un buen comienzo.
(extraído del libro "Cuando Dios susurra tu nombre" de Max Lucado)

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